martes, 15 de septiembre de 2009


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EL ZAPATERO
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Francisco Lezcano Lezcano
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Todas las mañanas, allá por las ocho treinta, salía de mi casa camino de la escuela. Atravesaba nuestro frondoso jardín, espejo de mis sueños infantiles de explorador, de aventurero, y me alejaba mascullando improperios contra todo lo que, a mi juicio, se confabulaba para impedirme seguir los pasos de Levistogne, de Robinsón Crusoe o de Julio Verne.
Desde la chirriante verja verde oscuro hasta el edificio escolar, había unos tres kilómetros de carretera polvorienta, bordeada por hileras en paralelo de tobas volcánicas, encajadas manualmente unas con otras y apiladas hasta la altura de un metro. Por detrás se encaramaban las policéfalas chumberas gigantes y los dardos morenos de las amenazadoras hojas en sierra de robustos áloes.
Cada día, salvo los viernes, encontraba en mi camino a Don Manuel, hombre entrado en los cuarenta, pero que aparentaba muchos mas por las marcadas arrugas de su rostro y el perenne aire melancólico de su fisonomía. A mi me recordaba al Pluto, de Wall Disney, afortunadamente nunca se lo dije. Un bigotillo lineal subrayaba su nariz semejante a una patata incrustada entre sus diminutos ojos, a la vez penetrantes y tristes.
Don Manuel siempre tenia una frase amable para decírmela, por ejemplo:
- ¡Hoy tu color es mejor que el de ayer, Paquito!
- Gracias, don Manuel – le respondía, con los buenos modales adquiridos en la escuela y en mi familia.
- Las gracias las tienes en tu cara – me replicaba..
Y se alejaba haciendo un acompasado ruido sordo con su pierna de palo, que me traía imágenes del misterioso capital paranoico tras la Ballena Blanca.
Poco a poco, de un fugaz encuentro a otro, adicionando frases y palabras cazadas en el aire, supe que Don Manuel se ganaba la vida con mucha dificultad, remendando zapatos.
De tan pobre como era, el mismo se había confeccionado la pierna de madera a partir de una de la mesa señorial heredada de su abuelo.
Con frecuencia me repetía, mostrándome su artesanal ortopedia:
- Pequeño, he tenido siempre muy mala suerte en la vida. Quise ser bailarín, me escapé de casa con esa idea fija. Pero ya ves, una noche, en un paso a nivel entre Zarzadilla y Maletón, un tren se comió mi pierna.
Un jueves, de no me acuerdo cuando, encontré a Don Manuel más lánguido que nunca. Por lastima y curiosidad le solicité la razón de su malestar.
- Ya te lo he repetido: no tengo buena suerte en la vida – me respondió de mal talante.
- ¿Qué le ocurre, Don Manuel, para que ande de tan mal humor? ¿Es por mi culpa?
Don Manuel se remangó la pernera derecha del pantalón para mostrarme lo que el llamaba siempre su dulce pata de palo.
- Dime, ¿ no es el colmo de los colmos? – gimió con amarga desesperación - ¡La carcoma ataca mi pata de palo y las de la mesa de mi bisabuelo ya se las han comido!
- ¡Cáspita ! – exclamé sin poder retener la risa - ¡Eso si que es tener mala pata!.
Don Manuel se lo tomó bastante mal, me sacudió un cachete y se fue muy digno. Nunca más volvimos a hablarnos.

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