viernes, 2 de octubre de 2009


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¡GRACIAS!
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Estando en Oporto como turista autónomo, disfrutando de los encantos de la ciudad, pero fuera de todo ese circuito de ovejas en trashumancia apresurada, disfrazadas de veraneo, cuando de súbito rompió a llover cortándome mi paseo por la amplia avenida a lo largo del río que peina en dos la ciudad. Corrí hacia una cafetería para protegerme del chubasco.
El interior, decorado hasta el techo con azulejos blancos, daba una primera impresión de asepsia; en realidad era un antro de ambiente ahumado, cargado de sudor, nicotina, vahos de urinario y olor a frituras.
Obreros, al parecer de los eternos trabajos públicos, que sostenían la ciudad en un caos de post bombardeo, ocupaban casi todas las sillas correspondientes a una veintena de mesas circulares, de mármol y hierro colado, dispuestas en desorden. Se tomaba café, cerveza y coñac. Se desgañitaban los clientes hablando de fútbol, de dinero y de proyectos financieros imaginarios. Las carcajadas y el vocerío no conseguían ahogar la música pachanguera trasmitida por un televisor obsoleto, colgado al otro lado de la barra, entre las botellas que abarrotaban cuatro estanterías.
Toda aquella gente portadora de una extensa gama de resudores, mal trajeada por exigencias de su trabajo, más que por su evidente pobreza , a aquella hora de la tarde, seguro que esperaban un partido de fútbol en la tele . Ante tal presentimiento devastador sentí el impulso de escapar, pero se quedó en amago porque la lluvia arreciaba. Vi una mesa milagrosamente libre y la ocupé a la vez que con un leve gesto de la meno solicitaba un café.
Casi sin intervalo, personas empapadas entraban en el local, unas directamente y otras después de una pausa para cerrar el paraguas, pero tanto los unos como los otros, se quedaban de pie con la mirada fija en el chaparrón, o acodados en la barra. El local ya abarrotado desde antes de la lluvia no les permitía otra posibilidad
Aprovechando un vaivén de la puerta un pequeño chucho vagabundo de negra pelambrera tan rizada como las lanas de una oveja, se coló furtivamente en el establecimiento entre las piernas de los clientes y buscando un rincón seguro corrió bajo las mesas; así vino a dar a mis pies, donde se enroscó sobre mis zapatos, como un croissant quedándose muy quieto, casi sin respirar. A menudo me he preguntado por qué los perros, incluso los de mala geta, son dados a adoptarme en cuanto me huelen,
El dueño del local, un retaco rubicundo, abandonó su puesto tras la barra escoba en mano y a zancadas se acercó a mi mesa, encorvado para mirar bajo ella.
─ ¡Fuera chucho! ¡Llévate las pulgas a otra parte!.─ ordenó con voz agria.
Tuve la impresión de que descargaba su acritud porque se sentía invadido por gentes que ni le habían pedido permiso para entrar, ni dado las gracias, ni tomado un cafecillo de nada. Y encima como regalo, el sueloada encharcado y embarrado.
El perro, muy asustado, abandonó su refugio con la cabeza baja y el rabo entre las patas, zigzagueando sin saber a donde dirigirse, hasta que amedrentado se arrebujó en un rincón del local. La gente se reía con los palos de ciego del retaco rubicundo y los gemidos del perro, un carcajeo insoportable apoyado con cuchufletas imbéciles. La desesperada mirada del can pidiendo auxilio se cruzó con la mía. Entonces le silbé y, sin perder su aire temeroso, regresó a mis pies como una alfombra reptante.
─ ¿Es suyo este vagabundo de greñas? ─ me preguntó el hombre de la escoba ─
─ Si ─ mentí. ─ No sé como ha conseguido escapar de mí casa. Disculpe...
El rubicundo me miró con recelo y volvió a su puesto, farfullando una larga frase que no entendí, pero que divirtió mucho a los parroquianos. El perro me obsequió una admirable sonrisa humana. Yo también sonreí, aunque no sé si perrunamente.
─ Te has librado de un buen palo. ─ le dije ─ Me caes bien, pero no voy llevarte conmigo... Lo siento.
Diez minutos después la lluvia cesó tan repentinamente como había caído. Abandoné aquel café tabernero con el perro a la zaga, que me miraba sosteniendo su curiosa sonrisa.
─ No puedo llevarte conmigo, ya te lo he explicado, así que ¡adiós! ¿vale? ...
Aceleré mis pasos sin mirar atrás, con la esperanza de que cuando lo hiciera ya no lo tendría a mis talones. Alcancé por los pelos el autobús 98, y. a medida que me alejaba, un sentimiento de culpabilidad, un bochornoso remordimiento, me crecía en el alma. Tomé asiento, lo que me permitió ver al chucho sentado en la acera de la parada, con las orejas en punta y un aire de haber tomado la firme decisión de esperarme allí el tiempo que fuera necesario.
Cada día me lo encontraba en una u otra esquina. Acabé por nombrarle Rizos y le cogí tanta simpatía que terminé por darle las sobras de mis comidas, gesto loable pero que me complicó la relación, no pude separarme de él, así que andando, me lo llevé al hotel. No fue fácil convencer al recepcionista de que aceptara su presencia en mi habitación, algo estrictamente prohibido. Tuve que prometer embarcarlo conmigo a Francia al día siguiente, último de mis vacaciones. Promesa hecha le dejé sobre el mostrador una sustanciosa propina. Y cumplí mi palabra.
Salí del aeropuerto de Orly, en París, mochila a la espalda, bajo el brazo un pequeño maletín y a rizos por la correa.
Afuera hice señas a un taxi . El taxista lanzó una mirada de desconfianza al perro, pero viéndolo tan limpio, tranquilo y lustroso, sonrió y no puso inconvenientes.
En quince minutos llegué a mi apartamento. Cuarto piso. Ascensor.
Abrí la puerta, hice pasar a Rizos y cerré con un golpe de talón.
─ Voilá, Rizos, esta es tu casa.
De nuevo el perro me obsequió su sonrisa humana y con leve voz aniñada, me dijo gracias. No di crédito a mis oídos. Seguramente fue una alucinación, es lo que pienso, porque jamás me ha vuelto a hablar, aunque, eso sí, es muy... ¡pero qué muy listo!...
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FRANCISCO LEZCANO LEZCANO
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