viernes, 30 de enero de 2009

EL TROMPO



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De pequeño, casi todos los años, los Reyes Magos me regalaban un trompo de música. Su sonido me fascinaba.

Ida la infancia y ya bien entrado en la edad adulta, tres veces he oído el mismo sonido flotar sobre mi cabeza, arriba, delante, quizá a unos cincuenta metros, pero la fuente emisora fue siempre invisible. Esto en España (1970), en Holanda (1973) y en Francia
(1987)...¿Un obsequio de otros Reyes Magos)

FRANCISCO LEZCANO


Para hacerla habitable realizamos muchas reformas a la arcaica masía que, incluidas sus
Cincuenta y seis hectáreas de entorno en equilibrio ecológico, tuvimos la suerte de adquirir por cuatro cuartos. Una prolífica naturaleza que nos prodigaba de honores. Colinas alfombradas de buen pasto y boscosas de castañeros. Un oasis entre Toulouse y Foix.

La configuración de la rústica vivienda nos había forzado a ubicar nuestra alcoba en la buhardilla. Al principio anduvimos un poco a disgusto, porque sólo era posible erguirse a los pies de la cama para no tener encontronazos con las vigas...

Felizmente, gracias al nocturno canto de los ruiseñores, residentes en los árboles que daban lo umbroso al estanque tapizado de nenúfares, animado de rojos peces y de batracios con garganta de tenor: gracias al ronco y espectral ulular de la gran lechuza blanca, señora de la centenaria encina pararrayos y paraguas de lo que fue granero; gracias a los noctámbulos animales, a los murmullos transmutados por los vientos en fascinantes palabras de misterio...

La buhardilla acabó por subyugarnos. Nos hicimos a sus voces multiplicadas, a su serena intimidad, a su secreta poesía.

Las once de la noche habían quedado atrás. Ya estábamos en la cama. Mi mujer, recostada sobre un cojín retenido ajo el brazo derecho, leía el libro depositado a su lado sobre la colcha escocesa. Yo sostenía el mío entre las manos, la espalda apoyada en el cabezal “capitoné”.

De vez en cuando, enormes mariposas nocturnas kamikaces de la noche, se estrellaban atraídas por las luces de la habitación, produciendo un sordo ruido de arcoiris roto contra los cristales de las ventanas.

En la planta baja, los hijos de mi compañera, que tenían nueve y diez años; y el mío, de once recién estrenados, dormían. Todo flotaba en un baño de lírica calma.


De pequeño, no sé por qué, siempre le pedía a los “Reyes Magos”, una de esas peonzas de lata policromada que giran a golpes de émbolo, emitiendo eólicas notas muy armoniosas... Hablo de ello porque fue un similar sonido el que nos sorprendió. Venía de lejos, acercándose por el costado norte de la granja.

-¿Qué es eso? –preguntó mi mujer, fijando inquieta la mirada en los cristales de la alargada y estrecha ventana a nuestra izquierda.

- No lo sé . Tal vez un helicóptero –le respondí sin creérmelo.
- ¿Un helicóptero? –interrogó, esbozando un mohín de escepticismo-. Lo parece, pero...
- Tienes razón...¿a lo mejor es uno de esos “cacharros!
- ¿Qué cacharros?
- Un OVNI, un Platillo Volante, E.T.... o algo por el estilo.
- ¡Bromeas! –me explicó, dejando escapar una risita burlona, y significándome con un gesto del índice sobre la sien, sus dudas sobre mi cordura.

Sentí un poco de vergüenza, porque la posibilidad del “hombrecito verde” no me había parecido absurda.

El sonido se estabilizó sobre el tejado.
-¡Diablos! –exclamé excitada-. Voy a ver de que va la cosa.

Abandoné el lecho y crucé la habitación encorvado para no sacudirme un porrazo con la carpintería del bajo techo. Al otro lado, abrí de par en par la amplia ventana. El cielo aparecía nítido. La luna llena permitía una espléndida visibilidad. El sonido armonioso e inquietante surgía frente a mí, sin embargo...

- Dime ¿Qué ves? –inquirió mi compañera, con un temblor en la voz, reflejo de su estado entre el temor y la curiosidad.
- No lo sé. Está ahí, en alguna parte, pero no hay nada.

Miré abajo, al jardín. Phebus, nuestro perro pastor alemán, la cabeza apuntando al cielo, las orejas en alerta, sentado, rugía sordamente a una entidad o cosa solo visible para él.

- ¡Phebus! ¡Cállate! ¡Échate!

No obedeció a la primera, pero lo hizo en cuanto las delicadas notas se hubieron casi disipado en la distancia, entonces cerré la ventana y regresé a la cama.

Durante un minuto permanecimos oído atento, y como ni el perro ni el sonido se manifestaron, nos concentramos de nuevo en la lectura... aunque, como se dice¨con la mosca en la oreja-


Al poco nos dormimos, yo con el libro abandonado sobre el vientre; mi mujer con el suyo arrugado por completo contra el pecho.

Habría transcurrido una media hora, cuando lastimeros aullidos y gruñidos de enfado en sordina, nos sobresaltaron.

- ¿Qué tiene ese animal? –mascullé incorporándome de tan mal talante que me di un cabezazo contra el techo.
- ¡Maldita sea!

Medio atontado, de tres zancadas alcancé la ventana, la abrí y me puse a llamar al perro.

- ¡Phebus! ¡Phebus! ¿Qué tienes? ¡Ven aquí!

Mi mujer había salido de la vivienda. Corría en bata de una lado para otro, buscando al perro.
Se le oía, pero imposible localizarlo entre los matorrales y sus sombras, pese a la clara luz lunar.

- ¡ Phebus! ¡Phebus!
- ¡Déjalo! –grité fastidiado de tanto desvelamiento- estará persiguiendo un zorro.
- ¿Persiguiendo?... más bien se diría que la víctima es él.
- Entonces andarña escapando de un jabalí.
- ¡O del ruido! – me especificó- ¡Está ahí otra vez!
- Si, pero se aleja... Y al perro ya no se le oye... Mira, cariño, tengo mucho sueño...Sube, vas a coger frío. Yo me acuesto, ¿vale?

Cerré la ventana sin preocuparme más y no sé si por fatalismo, comodidad o exceso de optimismo regresé flemáticamente al lecho y me deslicé en él como una carta en un buzón...

A medio dormir, oí la voz de mi mujer exclamando:

-¡Phebus!
-¿Vaya! –pensé- Ya lo ha encontrado: espero que en buen estado. Los jabalíes tienen malas pulgas.

Bostecé hasta hacer restallar mis maceteros. El sueño me alcanzó como un mazazo.


Cuando sentí que me tocaban el hombro, abrí los ojos y me volví malhumorado, pero el taco que tenía en la punta de la lengua me lo tragué al descubrir a mi compañera rodilla en tierra junto a la cama, pálida como un cirio y los ojos dilatados. Balbuceaba sin conseguir enfilar palabra.

-¿Qué te pasa? –pregunté, alarmado por su estado- ¡Cálmate!
- Han metido a Phebus en una cajita de plástico –tartamudeó sin dejar de tembla-.
- ¿Qué quieres decir? No te entiendo.

Su respuesta fue sacar del bolsillo de la bata un cubo transparente, de siete centímetros de arista, en cuyo interior Phebus indagaba el cielo con las orejas y la nariz.

- Pero... pero... –me quedé boquiabierto. No podía creerme aquel prodigio de bonsái animal-. ¿Quién le ha hecho esto? ¡No es posible! ¿Dónde lo encontraste?
- En el suelo, junto a la caseta... –frunció el entrecejo y permaneció pensativa, buscando una respuesta lógica-
- ¿Qué reflexionas? –le pregunté impaciente-.
- Tal vez... no sé... ¡ Debe tratarse de una broma!... quizá esa memez de la T.V.:”La cámara oculta”

Cogí el cubo con prudencia, amoscado. Al tacto era tibio. A la presión, ytierno como una goma para borrar. A la vista, nítido como cristal de bohemia.

Mi mujer recuperó el cubo y lo observó fijamente.

-Cariño... ¡No es un perro de verdad!
- Lógico, querida.
- Es una imagen...Algo así como una foto tridimensional.
- ¿Una imagen holográfica?
- Si. En circuito cerrado. Observa... el perro repite los mismos gestos todo el tiempo.

Aquella figura en movimiento perpetuo nos dejó hechizados...

-Creo que deberíamos prevenir a la policía o al Ministerio de Defensa –me susurró mi mujer, rompiendo la atmósfera mágica instalada entre ambos.

-¡Ni hablar –reaccioné con agresividad, aunque solo pretendía determinación-. Nadie va a creernos –especifiqué- .Y lo peor es que si lo hacen, se terminará nuestra paz, seremos víctimas de una fauna de depredadores, integrada por periodistas científicos, curiosos, místicos, cientos de turistas domingueros... en fin, cabrones de toda especie. Hemos trabajad durante diez años con nuestros propios brazos, para preservar este remanso
en perfecta estabilidad. No lo echemos a perder.

-Entonces ¿Qué vamos a hacer?
- ¡Nada! Por el momento, salvo cerrar el pico.
- Pero...pero podría tratarse de algo grave, por ejemplo: un experimento militar.

Cuando oí la palabra militar salté sobre el colchón como un equino dardeado por un tábano.

- Razón de más! Todo el mal que se le pueda hacer a esa lacra de la humanidad, será siempre bien venido.
- Lo sé... por ese lado ya sabes que compaginamos... bien... no diremos nada. Pero me pregunto:¿Y a los niños?
- ¡Nada!
- Bueno, sin...¿y el cubo? ¿Qué haremos con él?
- Lo ocultaremos y los acontecimientos decidirán.

Mi esposa dudó unos segundos antes de asentir. A continuación me entregó el cubo, que me apresuré a disimular en el fondo del “secreter” de la cómoda.

-Y...y Phebus?... va a ser un disgusto para los críos en cuanto se aperciban de su desaparición –susurró mi compañero bajo las sábanas- Espero que vuelva.
-Regresará, cariño. No te preocupes.


Sonadas las cinco de la mañana, varios ladridos volvieron a expulsarnos de la cama. Corrimos hacia la ventana y a través de los cristales, traslúcidos por el vaho, distinguimos con dificultad la silueta del animal junto a la caseta, ladrando guturalmente, como si temiera hacerlo.

-Voy a bajar por si está herido –dije- Y recuperando mi bata abandonada en el respaldo
de una silla, me la endosé mientras descendía las escaleras de dos en dos, sobre la punta de los pies para no despertar a los niños, a Dios gracias, con un sueño de acero y dormitorio interior.

Encontré a Phebus no tan asustado como había imaginado, sin embargo temblaba mucho. Despedía un fuerte olor a ozono y estaba pringoso de algo semejante a restos de un saco amniótico. No padecía herida. Lo acaricié y poco a poco sacó el rabo de entre las patas para expresar su contento.

-Anda, entra en la caseta –le dije-. No quiso hacerlo, entonces eché una ojeada al interior. Casi al fondo descubrí, con gran asombro, otro cubo, pero éste de quince centímetros de alto por la mitad de ancho, encerrando una escultura que representaba un extraño astronauta, color bronce. Calzaba botas semejantes a patas de avestruz. El rostro era cetrino y enjuto, de arcos oculares prominentes, ojos enormes de pez abisal, labios pequeños y pulposos, nariz de veterano boxeador... He dicho escultura, como consecuencia de su inmovilidad. La subí a casa, tembloroso de emoción ¡ La experiencia que estábamos viviendo era extraordinaria!

Encontré a mi compañera tan dormida que preferí no mostrarle el nuevo hallazgo.

Me acerqué a la cómoda, tiré del “secreter” y...
-¡Caspita! –el cubo de Phebus no estaba.

Hurgué nerviosamente entre los objetos eteroclitos almacenados... ¡cero! Pensé que ella lo habría desplazado por prudencia o impulsada por su singular concepto del orden.

Deposité el astronauta en el cajón, lo cerré con delicadeza para no hacer ruido y regresé al lecho, al encuentro de la agradable piel de mi mujer y de la acogedora tibieza de sus glúteos, que tanto me gustaba sentir contra el vientre y los muslos.


Cuando bajamos a la cocina para desayunar, los niños ya se habían ido a la escuela. Eran chicos muy autónomos, Salían a las siete de la mañana, par tomar el autobús escolar a unos novecientos metros de la casa. Así que nos encontrábamos en condiciones óptimas para hablar de los acontecimiento de la pasada noche.

Deposité la figura del astronauta sobre la mesa y expliqué a mi mujer las circunstancias de su hallazgo. Luego le pregunté por el paradero del desapareido cubo.

-No sé nada –me respondió con la mirada fija en la figurilla del astronauta.
- Venga, cariño! –insistí- ¿No crees posible que lo hayas cambiado de sitio, medio dormida, y no lo recuerdes?
- No lo he tocado –me respondió cerrando los dientes. La estaba hartando.
- Bien, bien....¿Entonces?...
- No lo sé. Quizá no fuera durable...se difumine...no sé...como una foto mal fijada. A lo mejor le va a ocurrir lo mismo a ese monigote tan feo.

Pero el tiempo transcurrió sin cambio para el astronauta.
Del cubo desaparecido ¡ ni rastro! Salvo si admitimos como restos la especie de lentilla de contacto, color marrón, que un día de limpieza general, descubrimos en un rincón del “secreter”.

Pues bien, tuve la humorada de presentar, como artista que soy, “mi escultura” en cuatro certámenes internaciones de arte. Gané cuatro primeros premios en metálico, lo cual me vino como anillo al dedo, para pagar los estudios de mis hijos.

Dos años han transcurrido. Seguiremos a l espera de la invisible peonza musical, rogando que la próxima vez se manifieste con las cartas boca a arriba.

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FRANCISCO LEZCANO LEZCANO
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