MI PRIMERA MASCOTA (Vivencias)
Me contaba mi madre, siendo todavía niña, que pocos días después de venir a Gerona desde Archena (Murcia), cumplí dos años, y un amigo de mi padre me regaló un gatito bebé precioso. Supongo que no sería negro, porque nunca me han gustado los animales negros. Ni los estorninos, ni los cuervos, ni los gatos... porque me parecen sombras, derivando en sombríos.
Me contaba que era muy dócil, y cada mañana, cuando ella se acercaba a despertarme, el gatito saltaba desde la baranda de mi cuna a mis pies, esperando que tras sacarme a mí, hiciera lo mismo con él. Sin maullar. Tranquilo. Con su mirada dulce. Observando todo lo que hacía conmigo.
Durante un tiempo todo fue bien. El era cariñoso conmigo y yo lo era con él. Si jugaba con una pelota, él también. Si salía de paseo por LA COPA, tomando el sol, él también. Pero los gatos crecen más rápido que las personas , porque, normalmente, tienen la vida más corta. Y me dijo mi madre que comencé a preocuparme porque le crecía demasiado el rabo. Que me acariciaba con él. Y que no me gustaba.
Por lo visto no era yo muy parlanchina desde que dejamos el terruño. Allí en Las Arboledas, rodeada la casona familiar de huertas y vegas, podía salir y entrar a mis anchas, sin riegos, rodeada del mimo de mis primos más mayores que yo, de mis padres, mis tíos y mi querida abuela Adoración. Mientras que aquí, en Gerona, el piso era muy pequeño, las aceras muy estrechas, y para ir a la plazoleta había que cruzar la calle.
A pesar de mi timidez, hablaba muy claro, pronunciaba bien todas las letras y palabras. Pero mi madre no hizo caso de mi advertencia.
Hasta que un día, por un descuido de ella, cogí las tijeras grandes con la intención de cortarle el rabo al pobre gato.
Pero no se dejó. Se resistió como un jabato y yo, con torpeza alcancé una oreja.
Cuando mi madre le oyó maullar con desespero, y acudió a ver lo que pasaba, me encontró sentada, en silencio, perpleja, sentada en el suelo, mirando a mi pobre mascota que no cesaba de dar vueltas, tratando de desprenderse de aquellas retorcidas tijeras en su oreja.
Curó al gato. Y cuando llegó mi padre le dijo que se lo llevara dentro de un saco y lo soltara cerca del río Ter.
Y mi padre, por no caminar tanto, lo soltó en el Paseo de La Copa. Y a las pocas horas, supo volver solo a casa. Y yo, contenta, me acerqué para acariciarlo, pero el gato me había cogido miedo. Y mi padre no tuvo más remedio que llevarlo más lejos. Remontó el río Ter hacia Salt, y en un pedregoso meandro, lo soltó. Allí la cuenca había subido tanto de nivel, que a través de sus limpias aguas se veían los peces. El gato se distrajo mirándolos, y nunca más supimos de él.
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