lunes, 20 de julio de 2009


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La Conspiración de los Conejos
Cuento verídico.
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El río de la vida todo se lo lleva, en un cambiante destino de noches y días, de nacimientos y muertes, para llegar al mar, al misterio, para crear conciencia. En ese océano infinito de la energía donde, momentáneamente, nos manifestamos como ola que rompe en la espuma, en un fugaz esplendor, cae volviendo a ser lluvia, río, mar, a ser océano, con nuevo destino.
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Cayendo por la cascada de ese río a ese mar inmenso yo me hallaba, con mis días de silencios y mis noches sin sueño, donde todo lo anterior se había desintegrado, empresa, animales, niños, mayores, visitantes, matrimonio, sueños, que habían vuelto al mar, en una espiral vertiginosa que casi no me permitía el sosiego de asimilar, y entre lágrimas y besos de mi nieto, aguardaba a la luz de un nuevo amanecer, a ser río naciente otra vez.
Pero todo en la vida no puede ser del todo malo, ni exagerar en el todo bueno, ya que Yin esta contenido en yang y viceversa. Y heme aquí, en estas noches de insomnio y extrema fatiga, en el otoño 2004 pasado, sentada en la noche clara, a oscuras en la penumbra con mi manta, recostada en un balancín convertida en científico estudioso de una comunidad de conejos silvestres que iban apareciendo sin verme.
Ser la protagonista de esta bonita historia os parecerá extraño junto a dolores profundos que también vivían en mi al mismo tiempo. En realidad, todos nacemos patitos feos, vamos creciendo en la búsqueda del sentido, de lo realmente objetivo haciéndonos poco a poco más hermosos. Tal vez estamos diseñados mejor para superar la adversidad y la catástrofe con más facilidad que las pequeñeces y los inconvenientes de la vida cotidiana. Y esta era una ocasión extraordinaria donde la vida natural estaba curando mi resistencia mental.
Las estrellas brillaban en el cielo, avisando de la hora en la que una reunión clandestina planeaba la resistencia de su clan. Más de una docena de conejos se movían vigilantes en grupos de a tres. Dos conejos adultos aparecían primero de la oscuridad, luego un tercero, realizaban una revisión del terreno como si planearan el paso de sus congéneres hacia otro lugar más seguro, vigilando los más leves ruidos, mirando hacia el cielo y hacia el suelo.
Luego una hembra que parecía preñada se quedaba quieta, en medio del claro, sus movimientos eran discontinuos y repetidos, excepto los de la hembra, que eran lentos y firmes, si sucedía un ruido en la vecina carretera, un camión nocturno o algo estridente en la gasolinera, desaparecían de inmediato dejando el jardín vacío, como si nunca hubiera sido hollado por ningún ser, y sucedía, que siempre la hembra era la última en desaparecer. Pero al momento aparecían de nuevo realizando la misma danza, el mismo ritual discontinuo de vigilancia, que contrastaba con la quietud y la concentración de la matriarca de color pardo. Al fin ocurría algo especial, empezaban a salir de todas partes, pequeñas familias de conejos, pardos, grises, hembras con sus pequeños, y después de oler, de dar pasos en varias direcciones, se unían en el claro de luna, bastante juntos, para evaluar una situación que al parecer era de suma importancia para toda la comunidad, que a mi parecer, era el estado del cielo nocturno el que guiaba su transcurrir.
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En algún momento, algunos pequeños que no estaban atentos, se separaban del grupo para olfatear o acercarse al tronco de un árbol vecino creando una situación de emergencia y nueva movilidad en todo el grupo, y la salida de los más miedosos que tardaban en aparecer, ante la paciencia inmensa de los tres directores de operaciones, los sabios y cuerdos que iban delante, y de la hembra silenciosa.
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Otras veces, en luna llena aparecían como blancos mimos que danzaban al ritmo de las estrellas, mirando mucho más hacia arriba, como si esperaran una señal en el cielo para ir en alguna dirección dictada por designios superiores, y que repentinamente, dando por terminada la fiesta, les hacía desaparecer, y sólo los tres adultos, una vez más, volvían al lugar de reunión para su última ronda, siempre acompañados de la serena hembra.
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Parecían intercambiar sonidos inaudibles, susurrados moviendo los bigotes y las orejas como asintiendo secretos. La hembra principal se dejaba rodear por otras más jóvenes que se movían de un sitio a otro.
Un día justo al anochecer, dispuse unos platitos con zanahoria rallada, trocitos de manzana, algo de grano, para ver cual era su actitud. Secretamente intentaba imitar a los reyes magos, o tal vez organizarles un festín de bienvenida a mi casa. Pero nadie salía aquella noche, ninguno de ellos intentaba comer los ricos manjares puestos para ellos.
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Pasaron muchas horas, sólo algún ratoncito y un erizo degustaron tal comida nocturna. Justo antes del amanecer los tres mosqueteros vigilantes probaron los platos casi vacíos y ya sin miedo ni prevención, unos cuantos compañeros de fatigas salieron a comer, pero ni las hembras jóvenes ni la matriarca entre ellas, como tampoco los gazapitos probaron mi menú.
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Me pareció una especie de ética ecológica, de preservación y prevención de su joven vida, me pareció curioso y también correcto, porque también pienso que si el pensamiento progresista acepta que nuestra familia es la humanidad entera, el hogar común es este recinto planetario impregnado, por todas partes, de vida, el hecho de prestar atención vigilante es un hecho de inteligente cordura.
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Mi humanitarismo debería tratar de mantener los recursos futuros de las comunidades por llegar, por lo que decidí plantar lechugas y acelgas, rodearlas de malla protectora y abrir la malla cuando ya hubieran crecido lo bastante para que todos los pequeños gazapitos y sus familias tuvieran comida y... ¿qué pasó?.
Pues que volvieron a dar sus pasadas de vigilancia, sus saltos graciosos, a esconderse con los ruidos nuevos, pero comieron lo bastante como para casi hacer desaparecer las lechugas, y dejar sólo un cogollo de acelgas, que tuve que volver a vallar para dejarlas crecer y repetir la experiencia.
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Mi reflexión se relaciona con lo pequeño y lo grande. Lo más diminuto que existe entre lo viviente, la célula, y lo más grande, el universo, no puede ser lo uno sin lo otro. Pudiera ser que el ser humano esté precisamente en medio de esas escalas de magnitud, por lo que podría ser consciente de ser el puente que une lo ínfimo, lo diminuto con lo inmenso, lo inconmensurable; ya que aunque no lo sepamos o se nos olvide, nosotros somos eso mismo.
Y todo puente es también un sendero que aproxima, que acerca; como el entendimiento, que sin un opuesto, es suficiente para acercarnos unos a otros un poco de armonía.
Lo aproximado dentro de lo femenino puede ser una forma especial de paciencia, o la naturaleza misma de nuestro mundo interior, lo que sentimos y lo que hacemos, ya que el progreso más tecnológico y la naturaleza están relacionados e inseparables. Se diría en apariencia, que son aspectos difíciles de conciliar, pero si existen ahí fuera, en el mundo visible, en cierto modo también están en nuestra alma, capaz de abarcar todo el dolor y el amor que cabe en La Tierra.
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Laura Doria
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