domingo, 19 de abril de 2009



RECORDANDO A JESÚS

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Era igual que la luz, todo lo revelaba.

Igual que el agua limpia, todo lo redimía.

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Su voz partía granadas, aventaba los vientos.

Su voz era de nardos y olía a amanecer.

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Las manos de Jesús alumbraban las noches

que llenaban el alma de inquitud y de anhelo.

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Sus ojos traspasaban, espadas del Señor

sus ojos eran largos: del cielo hasta mis ojos.

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¿Por qué a Jesús clavaron,

por qué lo hemos perdido,

y ya su voz no huele como huelen los rayos?

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Jesús era la sangre de que el mundo se hizo.

Todos los hombres juntos cabían en Jesús.

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Pasó junto a mi cuerpo, y no supe qué era

hasta que fue el herido de todas las criaturas.

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Creció desde la tierra, yendo a clavar su copa

entre las ramas verdes de los luceros vivos.

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Cuando cesó su aliento se quebró su verbo,

un madero crujió por soportar el mundo.

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¡Ay Doncel! de mi pozo:

convocaría las aguas

para lavar mis manos

que tanta culpa tienen!

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¿Puedes hombre, vivir, aunque Jesús no viva?

¿Dónde hallarle otra vez, para quererle, yo?

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¡Cómo vives, ay, hombre; sin recordarle nunca!

Eres duro y hostil, a Jesús no encontraste!

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Una voz y unos ojos encendidos del Cielo.

Una palabra en ascuas que se nos queda aquí.

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Ascendió, le perdimos, y tú no le recuerdas;

y yo nunca le olvido porque le supe eterno.

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¿Quién podría olvidar al que llovió su verbo

sobre la grey podrida,

sobre la turbia sangre?

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CARMEN CONDE

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