RECORDANDO A JESÚS
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Era igual que la luz, todo lo revelaba.
Igual que el agua limpia, todo lo redimía.
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Su voz partía granadas, aventaba los vientos.
Su voz era de nardos y olía a amanecer.
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Las manos de Jesús alumbraban las noches
que llenaban el alma de inquitud y de anhelo.
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Sus ojos traspasaban, espadas del Señor
sus ojos eran largos: del cielo hasta mis ojos.
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¿Por qué a Jesús clavaron,
por qué lo hemos perdido,
y ya su voz no huele como huelen los rayos?
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Jesús era la sangre de que el mundo se hizo.
Todos los hombres juntos cabían en Jesús.
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Pasó junto a mi cuerpo, y no supe qué era
hasta que fue el herido de todas las criaturas.
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Creció desde la tierra, yendo a clavar su copa
entre las ramas verdes de los luceros vivos.
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Cuando cesó su aliento se quebró su verbo,
un madero crujió por soportar el mundo.
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¡Ay Doncel! de mi pozo:
convocaría las aguas
para lavar mis manos
que tanta culpa tienen!
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¿Puedes hombre, vivir, aunque Jesús no viva?
¿Dónde hallarle otra vez, para quererle, yo?
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¡Cómo vives, ay, hombre; sin recordarle nunca!
Eres duro y hostil, a Jesús no encontraste!
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Una voz y unos ojos encendidos del Cielo.
Una palabra en ascuas que se nos queda aquí.
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Ascendió, le perdimos, y tú no le recuerdas;
y yo nunca le olvido porque le supe eterno.
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¿Quién podría olvidar al que llovió su verbo
sobre la grey podrida,
sobre la turbia sangre?
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CARMEN CONDE
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